Bajo la lluvia torrencial, la perra flaca se acurrucaba protegiendo a sus cuatro cachorros recién nacidos. El agua fría resbalaba por su pelaje enmarañado, pero ella se negaba a moverse, decidida a resguardar las diminutas vidas que se apretaban contra su cuerpo. Sus ojitos aún cerrados y sus respiraciones débiles apenas entendían la tormenta que rugía a su alrededor.
Los cachorros temblaban, sus pequeños cuerpos cubiertos de barro mientras se agrupaban unos contra otros. Una bolsa de plástico rota, que el viento agitaba sin piedad, apenas les ofrecía un mínimo refugio. Cada trueno los hacía estremecerse, pero se hundían más en el calor de su madre, confiando plenamente en ella.

A pesar del cansancio, la madre mantenía la cabeza erguida, atenta a cada sonido. El hambre la debilitaba y la lluvia helada le hacía doler los huesos, pero su instinto de protección superaba cualquier incomodidad. Con suaves quejidos, acariciaba a sus crías, asegurándoles que no estaban solas.

En medio de aquel momento tan sombrío, rodeados de oscuridad y tormenta, aquella pequeña familia encarnaba la resistencia. Su supervivencia no dependía de la fuerza, sino del lazo inquebrantable entre una madre y sus hijos. Aunque vulnerables, se aferraban a la vida con silenciosa determinación, esperando a que la tormenta pasara y llegara un rayo de esperanza.